Por: Johanna Carolina Bula
Y no es precisamente una defensa del derecho humano a la
interrupción voluntaria del embarazo.
En esta oportunidad, realmente voy a hablar desde mi
experiencia con respecto a la maternidad intentando ser lo más franca
posible, porque sé que entre las personas que me leen está mi hija. Habrá a
quienes le cause sorpresa, pero todo lo que de mí se ve en mis letras, lo
enseño en mi casa, porque no se puede andar con un doble discurso (que no es
limitante para cambiar de opinión sobre determinadas cosas si así se quisiera), porque ser
coherente no es ser obtuso.
A mis 33 años y viviendo el segundo trimestre de un
embarazo, puedo comparar la maternidad desde dos etapas de la vida y
circunstancias muy diferentes entre sí, pareciera irrelevante pero no lo es.
A mis 20 años tuve a mi primera hija, una etapa de la vida,
en la que crees saberlo todo, que se siente con las vísceras y no se
racionaliza demasiado sobre lo impredecible del futuro, luego a los 30 descubres
que nunca has sabido mucho, que básicamente viviste en modo prueba y error, que
tuviste algunos aciertos, que fueron dándole forma a tus criterios, o por lo
menos puso algunas bases.
Estar en capacidad reproductiva o tener hijos, no te da
otra cosa que eso, sin ponerle más adornos. Se nos ha metido en la cabeza que
las mujeres nacemos para ser madres y tenemos una especie de programación que
se activa automáticamente al momento de quedar embarazadas, en la cual
anularnos es parte fundamental de esta. A los 20 entendí la maternidad como
sacrificio, como renuncia, porque hasta el cansancio escuché las mil quinientas
cosas a las que ya no tenía derecho, emociones que no podía sentir,
experiencias que no podía vivir, ropa que no podía ponerme. A partir de la
llegada de un nuevo ser, se pretende que la vida de una mujer se desdibuje hasta
no ser sino una sombra, hasta reducirse a ser mamá y una que a la que no se le
puede permitir ser feliz más allá de sus hijos.
Ya no tenía derecho a divertirme, a ser feliz, a aspirar
más allá de lo que me imponían, tenía que mantenerme en un estado de perpetua
infelicidad y vigilancia, siendo criticada y cargada con todas las responsabilidades
de cuidado, me culparon por las enfermedades de mi hija, me señalaron por
querer más que la maternidad, se inmiscuyeron en mi sexualidad, como si tuvieran
un sagrado derecho sobre el cuerpo o las decisiones ajenas. Me culparon por lo
malo que pasaba en el matrimonio que tenía en ese momento, porque entre otras
cosas, no saber soportar y no conformarme con un matrimonio de mierda, era
parte de mi problema.
Durante mucho tiempo, sentí que ser mamá era estar
doblemente condenada, como si no fuera suficiente la condena de ser mujer.
Sobra decir que el embarazo no fue planeado, pero que no
rechacé cuando descubrí mi estado. Hemos crecido juntas y durante mucho tiempo fuimos
una feliz familia de 2 (no espero
romantizar la maternidad, ni que esto sea un testimonio en contra del aborto,
porque no lo es, el aborto es una decisión personal, respetable y autónoma de
cada mujer).No sé si es que no sabía todo lo que se venía con la maternidad
y me ganó la ingenuidad, a veces considero que sí. Pero mi maternidad a los 20
años fue un proceso de aprendizaje que al día de hoy continúa. Hubiera querido
hacerlo mejor, saber las cosas que sé hoy, pero a pesar de los incontables
tropezones y aunque hay días que no sé quién desespera más a quien, estamos y
hemos sido durante 12 años.
Decidir tener un hijo después de los 30 ha sido una situación
completamente diferente, es precisamente eso, una decisión consiente de dos
personas adultas y no es nada despreciable el hecho de traer al mundo un hijo
con un buen hombre. Yo la puse clara y el no esperaba otra cosa, lo criaron
distinto y se ha educado para no ser un cretino. Una buena pareja ha hecho una gran diferencia.
Cuando nos conocimos, tuvimos hasta la conversación de
que era mejor que no siguiéramos saliendo (y por esa conversación me refiero a
un monologo de mi parte) él quería hijos y yo no, estuvo atento a todo lo que yo tenía para decir y escuchó sin juzgar, tampoco intentó convencerme de lo
contrario. Me demostró que con hijos o sin hijos era feliz conmigo y lo
llenaba nuestra relación.
En mi vida hubo cretinos de concurso, así que por más que
yo supiera que merecía una buena pareja y que mi esposo no ha hecho nada que me
haga pensar que no lo es. A nivel personal tenía una desconfianza absoluta
sobre las personas y sus verdaderas intenciones. Mi asunto nunca fue de no querer
hijos por odiar a los niños, mi aversión a la maternidad vino con las
experiencias vividas durante mi primer embarazo y todo lo que siguió después.
Yo no quería saber más de renuncias y sacrificios; no
quería un nuevo grillete. Porque quienes te rodean te pueden hacer sentir que
es eso es la maternidad: un verdadero infierno que tienes que soportar sola,
mientras que al hombre su vida se le mantiene intacta; en que “brinda ayuda”
siempre y cuando esté de ganas, en que mira y busca a otras mujeres que no
cargan en el vientre un hijo que cambia su cuerpo; en que pasas sola por exámenes
médicos y te tragas emociones porque a tú pareja no le interesa. Que entre los
consejos no solicitados están lo de “no te engordes” porque muchas personas
creen que manteniéndote flaca, logras retener el interés de un marido. En el
que cada aspecto de tú vida es juzgado y cada derecho, sueño, aspiración te es
arrebatado, disminuido o ridiculizado en nombre de la maternidad. Es vivir varios tipos de violencia con múltiples
agresores.
Entre una cantidad interminable de cosas, que terminan
por convertirse en una carga muy pesada de soportar.
Mis nuevas circunstancias son distintas, hicimos un
matrimonio a nuestra medida y de la misma manera llegamos a la decisión de
agrandar nuestra familia, con su forma de ser y estar no necesitó un discurso
para convencerme de nada que no quisiera hacer. El simplemente me ha dado lo
que tiene para dar y eso se traduce en un amor bonito, uno que no ata. Nos
hemos dado el apoyo mutuo para retomar sueños individuales y plantearnos otros
nuevos en pareja.
Y se lee rápido, pero fue un proceso personal, de replantear la maternidad tradicional impuesta, olvidar Prejuicios, mandatos sociales y familiares machistas y absurdos, para darle cabida a una concepción de maternidad consciente, respetuosa, compartida, y tanto nos gustó que nos metimos de cabeza en esta aventura.
Cometeré errores nuevos, seguiré ignorando a los
moralistas y a las madres perfectas, seguiré siendo la que usa escote, que
baila como loca nueva, que canta feo pero con sentimiento, que ríe a carcajadas, que tiene tatuajes y cero interés en encajar en
algún lado. Lo que ya no soy es una esposa infeliz, una madre esclava, ni una mujer
con miedo de mostrarse al mundo como es, ni de criar como le da la gana aunque
los murmullos de reproches sigan sonando alto pero esta vez a mis espaldas, donde
siempre debieron estar.
La maternidad se dio deseada en ambas ocasiones, aunque
con circunstancias tan opuestas como la persona que era en ese entonces y la
que soy ahora; la primera vino sin planearse, la segunda fue todo un proyecto. La
maternidad será deseada o no será, para que se pueda disfrutar, para que se
pueda ser feliz en medio del agotamiento que consigo trae, que no dependa de
los tiempos, ni deseos de otro o de estados que infantilizan a las mujeres con leyes
sobre sus propios cuerpos. Y que ese deseo, no parta de un capricho o del
desconocimiento de la realidad, que sea un deseo sustentado en decisiones
meditadas y circunstancias que sean idóneas para la criatura que viene y para
la madre que crea.
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